domingo, 14 de julio de 2013

Ensayo de Pablo Palacios por Dayana Huaraca

PABLO PALACIO, El acercamiento:
De la TRILOGÍA LUMINOSA al CUBO DEL ALUCINAMIENTO.


I

         
   Ahondar, circular, masticar, intentar mirar -a casi un siglo de distancia- la sonrisa insatisfecha, el enojo, el desagrado, la mortaja convertida en cenizas, la palabra entrecortada del susurro de aquel quebranto milenario y hasta utópico que supo habitar en Pablo Palacio; convierte esta interpretación en un mero bosquejo, una cápsula, un casi vacío,  un acercamiento.  La bestia siempre ha estado ahí: perpendicular al sosiego, iridiscente a la razón, altanera frente al verdugo, orgullosa de sus ideales y gozosa de su triunfo; la bestia está en nosotros como lo estuvo en Palacio (en ti, querido amigo) –más en él que en nosotros (más en ti), porque él (o sea, tú)  no la negó, ni se la echo la espalda para cargarla durante una vida , ¡al contrario! bailó con ella hasta el amanecer… las suelas hecho polvo, el entendimiento descuartizado, la visión imposible en el rubor de la mejilla-.  Por eso únicamente hay una lectura infantil, una malévola inocencia que no aspira a nada, ¿sentirte o comprenderte, amigo Pablo?
           
             En esta línea torcida, el objetivo es exactamente la falta de objetivo, el camino por el que se transita para perderse, para no volver, no ser el mismo o la misma. ¡Fuera de aquí! ¡Fuera de aquí! -como lo dijo Kafka- tal es mi meta. Trazar un sendero escurridizo que explique el contrapunto entre la persona y la obra, la correlación de fuerzas entre ambas entidades del arte; o por el contrario (¡todo es posible!, y más cuando se trata de Pablo Palacio), volver al estado de incertidumbre inicial, la relectura inacabable, el ir y volver sobre las páginas.
            Pablo Palacio y su obra construyen el diálogo de una época que no acaba jamás, que para la literatura nacional significa la cópula individual y colectiva, hasta generacional de voces re-construidas a través del descubrimiento y re-creación de una racionalidad y sensibilidad compleja.

            ¿Quién fue/es/será esa criatura desubicada conocida erróneamente como Pablo Palacio? ¿Cómo pudo la vanguardia convivir junto al desmenuzamiento científico del realismo social? Y siendo este el caso, ¿cómo influyó el ambiente desgarrador y desconcertante dentro del tejido intra-cósmico de su sintaxis desbaratada? Y su trilogía luminosa ¿cómo leerla sin caer en la superchería del alago o de la mala fe?, ¿con qué criterios de análisis se retomará la necesidad de su permanencia o de una mirada renovada?, ¿con qué profundidad –de la que siempre se ha hecho mella- te encontraste en tu mundo, del que supiste partir para los demás?, ¿cuál es el hilo conductor, el inconsciente palpitante, que une las partes de un todo? ¿Qué me puedes decir de tu desenlace estremecedor? ¿Sabías hacia donde caminabas, hacia qué parajes  deslumbrantes apuntaba tu don profético –humorismo cruel-, qué pruebas desquiciadas habrías de manosear con tu peculiar acento tan lleno de hastío y esperanza?

            La contestación de estas preguntas nacidas del apasionamiento –hijas desventajadas de la premonición y la impaciencia- se verterán en este ensayo subjetivo. Subjetivo porque nada tiene que ver con ensayos anteriores: biográficos, críticos, estructurales, semióticos, etc.; sino que tratará de seguir el escalofrío del metal que corta la yugular o el desconcierto -como lo diría él- de su laconismo incisivo, que penetra en la verdad como el bisturí en la carne de un cadáver.  Demostrando con esto, que los textos –y con más razón de ser, el texto literario- viven no sólo por quienes los escriben; sino también, por quienes los leen (re-lectura = re-escritura) y reinterpretan. 

            Este acercamiento, sucesión intempestiva de impresiones y sensaciones, tendrá un ritmo ascendente que comenzará con él, con lo que conocemos sobre él; se deslizará luego por el éxodo atroz de su metáfora en la existencia; de ahí, la consternación que evoca su plática íntima; para al final, regresar a él (ahí nos daremos cuenta que nunca hemos salido del cubo, hemos dado vueltas y vueltas en su interior, ¡sin gota de cansancio en la frente!): <<Esta historia […] cuando llega de nuevo aquí, de nuevo empieza allá./ Tal era su iluminado alucinamiento>>.
II

            Dijo Iván Oñate en una de sus clases <<Pablo Palacio, nació en Loja… tenía un hueco en la cabeza>> -al tiempo que con el índice derecho apuntaba al supuesto orificio del cráneo-. Su desazón era evidente; en aquellos días más que nada, pues su posición en contra de la enseñanza biográfica –e incluso caricaturizada- de la literatura como una línea recta de nombres, fechas y más nombres y más fechas, era la pauta que como estudiante asumí. Al menos, entendí que no podía decir y hablar de literatura con esa consabida seguridad de escritorio, tenía que ponerme entre paréntesis, dudar, interrogarme. Únicamente de esta forma puedo llegar a decir más que << Pablo Palacio, nació en Loja… tenía un hueco en la cabeza >>, e incluso postular un performance estético para su interpretación.

            Para referirme a su vida, tomaré la lectura que hizo sobre él Benjamín Carrión, y que fue publicada en Mapa de América (1930). Ésta da el carácter mágico a su aspecto biográfico, pues trata de crear un origen al alucinamiento del genio por medio de una aproximación casual –en cierta medida- y determinante –desde un punto de vista teórico-, al referirse al accidente que sufre siendo un niño (apenas 3 años de edad) a razón de un descuido cometido por su nodriza. La caída en uno de los ríos de Loja y su posterior arrastre por cerca de medio kilómetro le producirán <<77 cicatrices>> que lo <<hicieron un prodigio al unir la inteligencia con lo monstruoso>>.

            De su vida en su ciudad natal hay muchas noticias, huérfano de madre a los dos años nunca conocería a su padre (del que las pocas noticias que se sabe, jamás mostró el menor interés en el muchacho). Hechos que marcarían el temperamento irracional y hasta anti-romántico del joven. Ya en el colegio demostró su brillantez, además de que su personalidad y constitución ya afirmaban en él, el vuelo onírico de la inquietud y el sarcasmo. Rodolfo Pérez Pimentel, en el valiosísimo Diccionario Biográfico del Ecuador, traza un borrador de su adolescencia:

            Delgado, siempre fue larguirucho, ágil de cuerpo, esbelto y musculoso. Su cabello    castaño y ondulado, los ojos vivaces y una risa de potrillo tierno le hacían simpático. Además, gustaba practicar deportes. Nadaba y boxeaba y leía muchas novelas    Francesas y de costumbres (Eca de Queiroz, Pirandelo y Flaubert) pero no le          agradaban las        conflictivas ni las sentimentales.

            Gracias a su inteligencia prometedora y a su obra –que a pesar de ser reciente había demostrado gran maestría y adelanto (según lo que cuenta la historia de la literatura nacional)- que publicara cursando todavía la secundaria, en 1925 viaja a la capital para continuar sus estudios. Quito significaría para él, el palimpsesto inacabable, sobre el cual escribiría y vertería sus frases tan desesperadas y llenas de ese  estremecedor aliento que ganó la simpatía de los movimientos de avanzada de su época (Literarios como políticos).

            De lo que fue de él a partir de la publicación de su Trilogía luminosa, y antes de realizar un estudio sobre el contexto que lo marcó, vale anotar el retrato geométrico (por medio de la metáfora de las formas heredada del cubismo, el autor estima conveniente perfilar un desmenuzamiento espacial que corrobora el éxtasis creativo visionario del joven escritor) que sobre el lojano hizo su contemporáneo Gonzalo Escudero, en el ensayo aparecido en la revista de vanguardia Hélice en 1927, bajo el nombre de Pablo Palacio y su primer libro:

            Y era él. Él mismo. Un sujeto que no podía llamarse sino Pablo Palacio. Un hombre          bidimensional, hombre sin volumen ni profundidad. Un hombre vertebrado como   pocos, que posee dos ojos de habitante acuático, una nariz de halcón, una epidermis de             excelente pergamino para encuadernar toda una biblioteca prohibida, una quijada      protuberante a manera de proa de su sonrisa de azufre –amarilla pálida– que tiende             desde la nariz hasta las comisuras de la boca, siete arrugas parecidas a siete líneas       telegráficas perfectamente paralelas.

            Agustín Cueva nos acerca a la época en que vivió nuestro autor: <<aquellos sectores que gracias a la democratización cultural impulsada por el liberalismo habían logrado acceso a la educación media y superior, emergieron también por la misma fecha como embrión social independiente, desligado de los grupos de poder y hasta en pugna con ellos. Integrado básicamente por intelectuales y profesionales, tal núcleo devino en corifeo de las ideas socialistas y el promotor de la insurgencia y la protesta>>.

            Por un lado el triunfo del liberalismo había creado el escenario político abierto al debate de los acontecimientos mundiales (la conmoción por la Primera Gran Guerra -1913-1917-, el triunfo bolchevique en Rusia -1918-) y en la discusión de los círculos intelectuales se encontraban en boga las ideas más deslumbrantes de ese período (el anarquismo, el socialismo dentro de la esfera política; la vanguardia artística, el creacionismo, el movimiento dada dentro de la esfera estética). Además, la política nacional había devenido en un constante trastorno a razón de la corrupción del Partido Liberal y de su programa de acción que acabaron en hechos como la masacre obrera del 15 de noviembre de 1922 en Guayaquil, la precarización del trabajo tanto en el campo como en la ciudad, la dependencia productiva del país con respecto a las potencias internacionales,  la falta de un objetivo nacional que garantizara el desarrollo del país. Es aquí cuando la historia se vuelve convulsiva, a causa del caos económico, político y social; e inspira a la Revolución Juliana (1925) protagonizada por los militares de baja graduación y que perseguía según un historiador de la época "la igualdad de todos y la protección del hombre proletario".

            A lo anterior hay que sumarle, su testimonio desconsolador de la guerra de los cuatro días (1933). Que determinará su invitación al asco de la verdad actual.
            La suerte está echada, el joven escritor, ya en aquel momento en Quito, realizando sus estudios de jurisprudencia coincide su labor literaria con el trabajo realizado por Jorge Carrera AndradeGonzalo Escudero y Alfredo Gangotena. Razón por la que su producción encaja con lo más avanzado de su generación. Con él se sacudió el polvo viejo del romanticismo, del modernismo y del propio realismo social.

            Contemporáneo de aquella vorágine desequilibrada compuesta por Rodolfo Arlt y Macedonio Fernández; Palacio entra en facilidad en lo más adelantado de su época. Pues según lo expresado por Hernán Rodríguez Castelo en el estudio preliminar de sus Obras Escogidas publicado por la Editorial Clásicos Ariel: <<Lo que más admiraba a las gentes quiteñas era la presencia del humorista, y del humorista cáustico a lo Eca de Queiroz, el humorista de mirada diseccionadora del ser humano como Pirandello, en medio del bullir de inquietudes literarias y sociales del tiempo>>.

            Dice Pirandello que <<El autor verdaderamente original no sabe en absoluto que lo es. Lo es porque ve el mundo y la vida con ojos nuevos; y cómo lo ve lo dice y lo escribe; dice y escribe palabras nuevas, palabras suyas y no ajenas>>. Y Pablo Palacio lo es, porque se atrevió a decirlo todo. Su juego irónico nace de la soledad y el desgarramiento, producto del caos que le tocó vivir. Frente a la verborrea exterior su laconismo punzante, frente a la mediocridad y a la superficialidad su humorismo cruel, frente a la vaciedad de los conceptos su psicología incisiva, frente a un aparente ordenamiento burgués su burla permanente a los procesos lógicos. 

            Ya al final de su carrera literaria (1933)  y como consecuencia de la publicación de La vida del ahorcado, ocurre una de las polémicas literarias más mal-interpretadas de nuestra historia. El debate con Joaquín Gallegos Lara se convierte en una polémica estética que tiene como telón de fondo la lucha de clases. Pero que en realidad es el enfrentamiento de dos miradas: el ojo secular de la promesa humana y del compromiso acreditado por el realismo social (manera de interpretar la vida a través del marxismo-leninismo), frente a la mirada renovadora, llena de intriga y mordaz desengaño, de la literatura de Pablo Palacio, que es la literatura de un momento de crisis, de una decadencia de la que todavía se sigue negando.

            J. Gallegos Lara escribiría de él, lo acusaría atacando a su <<inteligencia fría y egoísta que niega las emociones, que lleva a confusión en lo político y que finalmente lleva al fracaso su proyecto literario>>. ¿Cuál fue la contestación, la respuesta subcutánea, extra-liminal del acusado? Nada más que una frase que perpendicular al absurdo lo llevó a incendiarse por ese dolor tan suyo, su afán por desacreditar la realidad es el afán de una deshumanización poética propia de su amargura, de su acritud, de su hielo: <<quería invitar al asaco de nuestra verdad actual>>.

III

            De acuerdo a lo expresado por el ensayista ecuatoriano Benjamín Carrión <<Palacio tiene un don a través del cual se manifestará una resistencia a la emoción y a la moral; sino también la mejor representación del humorismo verdadero, del humorismo puro>>.
           
            La Trilogía Luminosa se haya compuesta por sus tres más acabadas obras:

De Un hombre muerto a puntapiés

            Se extraña sobre sí mismo. Se pone a prueba, duda de su existencia. Esta interrogación constante lo lleva al margen del narrador y por un segundo –una vida entera que se traga su propia cola- suplanta la identidad de sus personajes, que jamás han dejado de pertenecerle –de ser él-, siempre han sido parte de él –con el malabarismo expectante de la música-: prolongación de su mente derribada, de su cavilar alucinado (juego irónico del apasionamiento humano).

            Por eso busca evidenciar sus propios errores –los del escritor, los del huérfano desheredado de su tiempo, los de la palabra-, sabe que sus errores son contradicciones latentes. Su búsqueda de sí mismo lo llevó a mirar a los otros, a penetrar en la fogosidad mediocre y poco visitada de lo cotidiano, beber el fermento, la rabia de la vida.




            Lo único que deseaba era ironizar sobre él, de su papel de escritor de la sospecha, de la incomprensión, del anti-canon; y reír a carcajadas hirientes por la condición humana, especial y realmente la de él, la que lo horrorizaba y seducía por la amargura precoz del sarcasmo. La hondonada de la expresión, el descabellamiento de la sintaxis, lo envolvió con una metafísica de sí mismo.

            Aquí no había nada, y en él nació la ironía, el tono grotesco, la palabra sucia, la burla desenfadada, la insolencia animal, el razonamiento garbo-estéril, la belleza súbita. <<Después de todo: a cada hombre hará un guiño la amargura final […] El cuerpo tiroides […] será un índice en el mar solitario del recuerdo>>.
De Débora

            Un ataque para perder, un no-ataque, la suave diligencia del razonamiento para desmoronar la lógica aprendida a favor del sentido común. Ésta es la novela del sentido común. Porque no tiene nada que ver con las otras –anteriores y posteriores-. En ella el desdoblamiento del narrador hasta el borde del abismo, como una evocación a la locura, sueño del que nadie quiere despertar, y si se lo hace es a causa de las patadas y golpes bajos que le infringen al individuo –porque el sueño es de uno, de nadie más; si uno viene y se lo cuenta al primer infeliz que encuentra no tiene sentido, ¡no hay chiste!-. ¡Abajo las ideas asociativas!
           
            La sátira mordaz contra su época –realidad presentada como la sucesión inmediata del deber, la moral y el simbolismo católico-, representa su afán de caminante, de vagabundo, de hombre planetario. El sondeo de las imágenes, las maniobras a última hora del argumento, las imágenes sacadas por los cabellos –como él solía decir tan a menudo-, los sonidos desprovistos de armonía, los ruidos guturales en la membrana difusa del hundimiento estremecedor (donde sólo se da nombre a la apariencia… a la fantasía), el silencio anatómico del crimen, el juego ocioso de mentirse a uno mismo…, y el humor.

            ¡Ahí! Pendiendo de la viga trasversal del cadáver de un ahorcado –un suicidado por la sociedad como diría después A. Artaud- al que nunca mencionó, del que nunca se alejó –ni por un mínimo instante-. El humorismo de palacio se traga de un solo bocado la ley, carcome la tradición, usurpa el abatimiento, el bostezo, la garganta acuchillada por lo que todos han repetido –viviendo haciendo lo mismo desde que el mundo es mundo-. Su alucinamiento es el amor demencial que traspira por cada poro, siente en cada murmuro, y grita vidrios deshojados en la retina de los espectadores. Pasión y barbarie del entendimiento, otro-amor.

            La ciudad (la vieja y la nueva) tan conocida como desconocida por él, en sus íntimos destellos; voluntades mínimas, espurreas deducciones y paisajes donde el caos organiza la soledad. Las calles, los barrios, las casas iluminadas por los malditos, la basura, el sudor, polvo por todas partes, hijos mutilados por la verdad. La arquitectura va taladrando el espíritu: introspección, unicidad. Arquitectura-anotomía de seres condenados a existir. Nuevamente la pregunta << ¿Estoy loco?>>
De Vida del ahorcado

            Aquí empieza el adelantamiento… el cubo ad-hoc: otros, él. El lirismo es estridente, a más emoción, más hondo, más sangriento. El artista está en un cubo, su cubo es el mundo que lo que desea desde su corazón es <<entenebrecer la alegría de alguien […] turbar la paz del que esté tranquilo […] deslizarme calladamente en lo tuyo para que no tengas sosiego; justamente como el parásito que ha tenido el acierto de localizarse en tu cerebro y que te congestionará uno de estos días, sin anuncio ni remordimiento>>. Muy al contrario del intelectual de escritorio, al que lo único honroso que le queda es el suicidio masivo ante las palabras inútilmente perdidas del Profesor sabio.

            El alucinado anda a tientas. Está poseído. Está en ausencia. <<Esperaba algo y no esperaba nada. […] Soy mi enemigo>>. El alucinado es el individuo, la esperanza y el terror. No es pariente de nadie. Ha cometido un asesinato, y el tiempo se va sin que pueda apreciarlo. El alucinado se crucifica en la ternura, desde donde exhala: <<yo cierta vez tuve una madre; pero ésta se me perdió de vista sin anunciármelo. Entonces he tenido esta sensación: se habían hecho las tinieblas y mi madre estaba allí, en lo negro, buscándome a tientas; pero no estaba>>.

            El frío corta el aire. Ahora se está sobre el cubo,  sobre la ciudad, en los límites. Por eso no hay que ilusionarse. Porque el cubo es una cárcel, una convivencia, una rutina. Ahí, en el cubo, en la rutina somos extraños. Ahí, damos la vida por hecho, por sentado. La realidad no es el fin, sino un hecho –la experiencia-: el trampolín para llegar a los ojos del ahorcado: la locura. El sentido irónico no está en el razonamiento, está en hablar por los árboles que no tienen voz: <<camaradas parásitos>>, hablar por ellos, por uno mismo.

            No se pretende apoyar nada: teoría o acción, ¡no importa! La desmitificación de la literatura <<He perdido la medida: ya no soy un hombre: soy un muerto>>. Y el sueño es la nada <<¡No puedes entender lo que es la nada! No hay uno que la entienda. Ni hace falta >>.  Aquí el meta-relato cobra vida propia, en medio de seres tenebrosos y movedizos ha nacido un hijo. Ser es lo que come, odia y ama. Morir es dejar de comer, de odiar y de amar. Yo soy un ahorcado. Estoy fuera de la ley. No tenía un concepto de la vida: era un imbécil, un impostor cruel; por eso << ¡Cuidado con el hombre temible!, aunque nunca hay puesto sus manos en el vecino […] La sociedad debe defenderse>>.
Del Cubo del alucinamiento

            Su enfermedad, su genialidad lo harán víctima de esas coordenadas misteriosas que van de la inteligencia suprema a la locura total. Ocho años después de su internamiento (1938) muere en un sanatorio. Ahora ya ni su alucinamiento le pertenecía.  Dice Hernán Rodríguez Castelo en el estudio antes citado:

            La predilección del escritor por seres y casos mórbidos, su lucidez para dislocar        lo         ordinario y normal, tienden un puente entre los días del escritor y el doloroso final.

            ¡Comprenderte o sentirte! Tu iluminado alucinamiento, tiniebla subjetiva, arde en ti desde que naciste. El cubo eres tú mismo. Yo soy el  cubo. Este ensayo de aproximación y acercamiento es un cubo que se alarga y se achica, aquí caben todos, cabe nadie. En este cubo vivo, vives, viviste, tu voz despoblada habita entre sus paredes elásticas.

            Uno mi voz, extrapolada por el sinsabor de tu ironía, a la de Raúl Pérez Torres –ambas voces están en el cubo-:

            ¿Quién dice eso? ¿Quién me llama desde esas frases con una ternura despiadada, de            hórrida belleza, de abrumadoras resonancias? ¿Quién me pone con su palabra helada, al            borde del abismo? ¿Quién me ha colocado al filo de una sintaxis despiadada y me           produce vértigo? ¿Quién galopa en mi interior con sus cascos de luz?
            […]
            Pero ¿quién eres tú, diseñador de rostros deformes, multiformes, adelantado de la     angustia, bicéfalo de la soledad? ¿Eres el otro Pablo? ¿Eres su doble? ¿Eres la pesadilla         de ti mismo? ¿de tu Patria? “Yo es otro” dirías, “yo es otro”, recordando a tu hermano, y        reirías con todos tus dientes irónicos y abstractos.


IV

            Tu humor negro (fino y profundo) deambula por categorías subterráneas. Lo hace para desacreditar la realidad, sorprenderla en su importancia efímera, y es quizá por eso que en su momento no te entienden.

            La ciudad se convirtió en ti, amigo Pablo, en la fuente de la sorpresa, del absurdo y de las historias extraordinarias; la misma en que Humberto Salvador creo sus novelas casi cinematográficas. La ciudad la concebiste como espacio del deseo. En ella, todos tiemblan con tu pensamiento. Fuiste un maniático. Todos somos maniáticos –repetías constantemente- los que no, son animales raros.

            Palacio, tu descubrimiento sacrílego del Conde de Lautréamont y de Isidoro Ducasse te permitió acercarte más a ti mismo, álgebra revolucionaria del arte de contar. Tu capacidad de desdoblamiento entre la ficción y la autobiografía. Vives apasionadamente la vida y la tragedia íntima de cada uno de tus personajes. Entras en esa batalla del yo, de las que muchas veces (como a ti te sucedió) no se sale.  De ahí, tu humorismo; de ahí tu autobiografía.

            Se ha dicho que Palacio (o sea tú, el mismo del que discurre este ensayo) es una isla en nuestro país, y están en lo cierto; pero una isla fascinante. Tu obra es un rechazo a lo aparental (convenciones y usos sociales), planteas una lógica de arbitrariedad (por eso la construcción de tus personajes van de la emoción a la anormalidad), y sacas del territorio de lo prohibido, de lo no-estético, esas realidad pequeñas (nuestras realidades).

            ¿Desde qué ironía, desde qué lucidez? Asediado por esa única primera persona que me acerca siniestramente a lo que yo he ocultado, a lo que yo he negado, a la que he escondido, a lo que he tenido en secreto para no sosegar mi espíritu. Con tu aproximación al monólogo interior y a la fantasía de la emoción, descubriste la autonomía de la literatura frente a la mera crónica de los hechos y frente al realismo que practicaban tus contemporáneos.

            Antropófago tú mismo de la cotidianidad. En la estela fantasmagórica y siniestra de de tu palabra aparecía borroso el rostro de la verdad descarnada, de la realidad deshumanizada, grotesca burlona, perturbada. Tu risotada interior muerde la creación con sus dientes afilados. Tu literatura fue una búsqueda, búsqueda inmisericorde y obsesiva, alucinada y metafísica.

            Tu ritmo narrativo, ese bucear en otras posibilidades de conocimiento y sentimiento humano, nos hacer recordar a Poe. Porque la imagen fugaz de tu madre, a la que perdiste a los dos años, descubrirá a tientas esa imagen perdida en la literatura y en la vida con obsesión, el mismo temblor del ciego que no acierta en sus pasos. Amigo Pablo, siempre fuiste (lo continúas siendo), el niño solitario… de juegos solitarios.









El ensayo es innédito trata de una colección de todas las Obras de Pablo Palacios 

No hay comentarios.:

Publicar un comentario